El sol baña la tarde; su luz y sus rayos dominan los espacios. El viento se entretiene jugando con las hojas caídas, haciéndolas danzar en espiral para luego dejarlas caer, como un niño que suelta un juguete para ir a entretenerse con otro.
El parque es un hervidero. La alegre algarabía de los niños, semejantes a aves que revolotean de un lugar a otro, llena con risas y gritos toda la estancia. Desde las ramas de los árboles, los pájaros parecen acompañar con sus trinos, como un fondo musical, toda aquella explosión de vida.
Él camina sin prisa, en silencio, distraídamente. Dentro de sí, siente todo el vibrar de la vida a su alrededor. El cielo, azul profundo, se extiende como un telón de fondo donde los colores del atardecer —naranjas, rosados, un leve bermejo— pintan líneas suaves y casi transparentes.
Un pensamiento persistente, gestado en sus emociones, lo impulsaba. Es un eco que tiende a expandirse. De pronto, sintió el viento como una mano invisible que le hacía planear, una sensación de libertad cobró vida en sus sentidos…notó que tenía alas.
Un grito salvaje brota de su garganta: “Klee-ee-ee”. Es un águila real en pleno vuelo. El viento acaricia sus plumas mientras planea sobre la ciudad. Desde las alturas, sus sentidos se agudizan: oye sonidos que flotan en el aire, distingue movimientos mínimos en la distancia. Se posa en un peñasco que sobresale como una atalaya. Siente la fuerza de sus garras aferradas a la piedra, el latir acelerado de su corazón.
Su mirada penetra el horizonte. Divisa una presa. Se lanza en picada, veloz, decidido. En un instante, sus garras la atrapan.
Un balón de fútbol ha rodado hasta sus pies. Con reflejos de arquero, lo detiene y se lo pasa al niño que se le acerca.
El pensamiento no se disuelve; revolotea en su mente, como rugido que busca expandirse y hacerse incansable.
De pronto, algo sucede en su cuerpo. Se nota a sí mismo transformado: camina en cuatro patas, siente bajo sus pasos las almohadillas firmes de sus extremidades, y un rugido brota desde lo más profundo de su garganta. Es fabuloso. Es un león. Imponente, majestuoso, dueño absoluto del parque.
Su olfato se ha agudizado; los olores lo asaltan con la fuerza de imanes atrayendo metales. Sacude su melena con fuerza y, de un salto poderoso, se encuentra frente al portal de un edificio.
Saca su llave, sube las escaleras y entra a su apartamento. Allí estás tú. Como siempre. Tu mirada es fría, distante. El abrazo con el que lo recibes no abriga: es mudo, sin alma. Eres tú, vieja conocida. Soledad. Inseparable. Silenciosa.

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