Viajando entre las sombras.
Sombra entre las sombras, que da voces en el silencio, escondida en el rumor de mi pecho. Aire matinal que te adelantas a mi andar, no busques entre las sombras el reflejo de mi mirar.
Tomó su copa y sorbió un poco de vino. Su mirada, fija en un punto indeterminado, parecía meditar… Tal vez buscaba coherencia en su pensamiento, o quizás la necesidad de que la idea surgiera diáfana, como el sol de la mañana.
Un peso acumulado como fardos reposaba en su alma. No se creía un hombre de malos sentimientos, pero sí que había tomado malas decisiones.
Ya había entrado en los cuarenta, y siempre había dado prioridad a la profesión, convencido de que de ella dependía el destino de su familia.
Y ahora, aquí, frente a una mesa, con un destino incierto. Todo se había desmoronado… Pensó entonces, y desde su alma brotó con ahogado silencio:
—Pasajero del tiempo,
pasajero de capa mojada,
vestiduras de soledad,
con los sueños dispersos.
Afuera, la tarde transcurría con su monotonía habitual; el verano señoreaba sobre la ciudad. El bar se llenó de pronto, como si las aguas de una represa se hubieran desbordado.
No pudo soportar la algarabía de las voces. De un solo trago terminó su copa de vino, pagó y salió al aire caliente y húmedo de la tarde.
El sol emprendía su lento pero constante avance hacia el otro lado del mundo. Desde un parque cercado se oían las risas y voces de los chiquillos jugando en toboganes, columpios, trepadoras y tirolinas…
Observaba todo con detenimiento mientras avanzaba por la calzada. Se fijaba en el rostro de las personas que pasaban a su lado, como queriendo encontrar una respuesta que le ayudara a recoger sus escombros.
Mientras avanzaba, comprendió que haber dado prioridad a lo necesario por encima de lo verdaderamente importante había marcado el desmoronamiento de su mundo.
La familia era lo importante; la profesión, el dinero… tan solo lo necesario.
Se había perdido años irrecuperables en la vida de sus hijos. Su esposa, con el paso del tiempo, se había convertido en una desconocida.
¿Y ahora qué?
No podía —ni quería— volver a enfocarse en la profesión.
¡Era como bailar con el caos!
La casualidad, el destino… o el Dios Altísimo, mostrando su misericordia en forma de panfleto que se deslizaba lentamente desde las alturas, cayó a sus pies.
Tuvo curiosidad y se agachó a cogerlo. Estaba escrito a mano, en letra corrida:
Hay una fuerza mayor que todas las fuerzas: la fuerza de voluntad.
Y al que tiene fe, todo le es posible.
Se quedó allí de pie, mirando fijamente aquellas palabras, en medio de la acera; cual roca en medio de un río, que al chocar las aguas contra ella son desviadas, así ocurría con las personas que pasaban a su lado.
Se quedó meditando.
¿Quién había escrito eso? ¿Por qué? ¿Para quién?
Fueron segundos, o tal vez milésimas… pero ahí, parado en medio de la acera, comprendió que había sufrido una derrota, pero no había sido vencido.
Que debía —y podía— reconstruir su mundo.
No con los escombros del pasado, sino con materiales nuevos. ¡El viaje de Odiseo!
Se repitió aquellas palabras: voluntad y fe.
Emprendió la marcha. Fueron su punto de apoyo, como para Atlas, que cargó el mundo sobre sus hombros, dispuesto ahora él también a sostener el suyo.
El sol, despidiendo el día, pintaba un horizonte dorado, con pasteles rosados y líneas naranjas.
Era una mañana de otoño, diáfana. El sol dejaba caer sus rayos cálidos, como acariciando la vida que se movía debajo de él.
Las hojas de los árboles recibían, agradecidas, aquella luz que las bañaba.
El viento se entretenía jugando entre las ramas, y, de vez en cuando, se arremolinaba suavemente sobre los paseantes —tal vez como un saludo, quizás queriendo susurrar algo al oído, o simplemente por sentir el contacto de sus tibias pieles.
Hacía rato había despertado, pero aún permanecía tumbado en la cama.
Repasaba en su mente los acontecimientos de los últimos meses: aguas turbias y embravecidas, altos riscos y abismos profundos había tenido que navegar y sondear.
Las aguas ya estaban calmadas, y con llanuras por delante…
Había logrado afianzar un vínculo estrecho con sus hijos, y una relación estable y de concordia con la mujer que amó con pasión y con quien compartió un largo tramo de su vida: la madre de sus hijos.
Había logrado nuevamente dedicar su tiempo a la profesión, pero sin que esta fuera el motor de sus decisiones.
En el umbral de una nueva etapa, habiendo sobrevivido al naufragio y sin temor a los abismos, el horizonte se presentaba en la distancia como una promesa.
Y no es que no existieran nubarrones, pero sabía que, con fe y voluntad, saldría airoso.
Comprendió que la vida no es un viaje para alcanzar una posición, sino para caminar con el alma en paz, y con la certeza de saber amar y ser amado.

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