El ocaso, umbral entre dos instancias distintas, apareció en el horizonte, vestido de dorado, con matices intensos de naranja y rosado, como promesa sellada con un beso.
Fiel a su compromiso, escoltaba al sol en su retirada, quien se despedía del día; y este adiós era el adiós de dos amantes, cuyas manos se deslizan suavemente en un roce eterno.
El ocaso, en lo efímero de su tiempo, obsequiaba generosamente un telón de fondo de colores vivos, cuyas pinceladas, trazadas por la mano del Creador, susurraban una verdad sencilla y eterna: si un día fenece, una noche nace. Y allí, envuelta en misterio, la noche desplegaba su capa, adornada de puntos titilantes y estelas brillantes, como un manto bordado de silencios y promesas.
La noche entra serena, sin alardes. La luna, en un horizonte teñido de un rojo fulgurante, herencia del ocaso, se alza como guardiana del último resplandor del día, llevando en su fulgor la memoria ardiente de la despedida.
Así la vida se desarrolla entre la despedida y el nacimiento. Ocaso y noche, amantes de un mismo misterio que nunca cesa de renovarse.

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