Latidos más allá del corazón
Ya había alcanzado la mayoría de edad, pero no sabía realmente qué significaba. En verdad, nunca había tenido nada claro.
Sus años juveniles transcurrieron como una nube llevada por el viento: sin rumbo, sin peso. Su mente, carente de ideas, vagaba… aunque algo —más allá del corazón— latía en su ser.
En la lejana infancia no hubo anécdotas ni relatos culturales que ayudaran a construir raíces, vínculos o identidad.
El sol de la mañana se filtraba por la ventana del bus y tocaba su piel como si fuese un viejo amigo saludándole. El aire fresco acariciaba su rostro. El olor a ciudad le resultaba nuevo. No es que nunca lo hubiera olido, pero era la primera vez que tomaba conciencia de él.
Los colores se mostraban a su retina con un matiz distinto: pasteles, intensos, vivos.
Los rostros también se dejaban ver —unos sombríos, otros tal vez indiferentes—. Era la primera vez que notaba esas cosas.
Su cerebro comenzaba a percibir de un modo diferente.
Y es que ahora empezaba a ver, oír, oler, gustar… y sentir.
Iba solo. Siempre lo había estado. Pero esta soledad era distinta: era una compañía, una presencia sutil, a la que bien pudo llamar libertad.
Entonces comprendió —por primera vez— que su cerebro leía el mundo a través de los sentidos, y que al mismo tiempo lo transmitía todo a la mente. Y ésta, a su vez, le daba forma a la vida.
Y aún algo latía en su ser, más allá del corazón.
Su mirada se quedó fija en la distancia del paisaje que se proyectaba a través de la ventana del bus. Un pensamiento recorrió su mente, dando origen a un sentimiento.
Le hizo revolverse en el asiento. No lograba comprender lo que sentía. Era un desasosiego, amargo…
El recuerdo de lo que tal vez fue el primer amor: nunca realizado, nunca vivido, sin historia.
Quedó atrás, como las piedras del camino.
El bus avanzaba por la avenida. Se detuvo en una parada: algunos pasajeros subieron, otros bajaron. Él observaba con atención cada movimiento, como si todo sucediera por primera vez.
Entonces, su mirada se cruzó con la de una chica.
Era de baja estatura, piel morena como café tostado, ojos marrones claros, del color de las avellanas. Su cabello negro, suelto, se movía como danzando al ritmo de su andar.
Ella se inquietó al notar la mirada penetrante que la observaba. Se le notó el desconcierto. Él también se sorprendió: nunca imaginó poder provocar ese efecto en alguien.
Recordó entonces cuánto había temido a las miradas. Pero ahora comprendía que no había nada que temer. Al contrario: en una mirada se puede expresar lo que no se puede con palabras.
Fue en ese instante cuando comenzó a pensar en todo lo que nunca había dicho, en lo que había callado por miedo, por inseguridad o simplemente por no saber cómo.
Y, sin embargo, ahí estaba: un cruce de miradas diciendo más que muchas conversaciones.
Un instante que lo hizo sentir —extrañamente— vivo.
Quiso hablarle, pero no supo qué decir.
Nunca se le dio bien expresar lo que pensaba… y mucho menos lo que sentía.
De pronto, desde una radio portátil que alguien llevaba consigo, sonó una canción: “Es un mundo raro”, en la voz de José Alfredo Jiménez.
Ya la había oído antes, muchas veces.
Pero esta vez fue distinto.
Se quedó extasiado con la letra y la melodía.
Captaba los acordes de guitarra, las trompetas vibrantes, y esa voz de barítono envuelta en un dejo melancólico…
Inconfundible: la voz de José Alfredo.
Y en su mente comenzaron a proyectarse escenas recurrentes: rostros, recuerdos, preguntas sin respuestas.
Como si una luz iluminara de pronto las profundidades de su ser, comprendió algo que hasta entonces no había sabido nombrar:
Que algo más que su corazón latía dentro de él.
La confusión fue avasalladora.
Su corazón latía como una locomotora, y no sabía cómo lidiar con todo lo que se arremolinaba en su pecho.
Entre parada y parada, el bus se fue llenando. Subían más pasajeros de los que bajaban.
Una señora, de rostro fatigado, quedó de pie junto a él. Sin pensarlo, se levantó y le cedió el asiento. Ella lo miró con un brillo de agradecimiento en los ojos.
Se quedó pensativo. Nunca había notado detalles tan simples. ¿Cómo había vivido hasta ahora?
Se tenía por inteligente —eso era lo que siempre había escuchado en la escuela. Sobresalía en matemáticas—.
Comenzó a preguntarse qué significaba realmente ser inteligente. ¿Se nace así? ¿Se aprende?
Recordó las veces que escuchó a otros decir: “Eres un bruto, no sabes nada”.
—¿Qué es el saber? —se preguntó, mientras la ciudad seguía deslizándose por la ventana.
En ese momento, el bus se detuvo: su parada. Descendió.
Algo en él había cambiado. Lo sentía.
Una necesidad de buscar y encontrar comenzaba a nacer… pero ahora intuía que la búsqueda no estaba allá afuera.
No del todo. Afuera encontraría herramientas, sí, pero el verdadero hallazgo requería mirar hacia adentro.
Tal vez —pensó, mientras sus pasos se mezclaban con el ritmo de la ciudad— debía excavar dentro de sí… como lo haría un arqueólogo.
Confundido entre la multitud, cavilaba.
Nunca lo había hecho de tal manera.
Comenzó a oír una voz interior; tal vez ya la había escuchado antes, pero sin prestarle atención.
Ahora era distinto. Se sentía identificado con ella.
Se detuvo en una esquina, intentando escuchar con más claridad, y con cierto asombro se dio cuenta: aquella voz hablaba sin palabras.
La sentía surgir desde lo más profundo de su ser, como un latido… viva.
Comprendió entonces que era él mismo. Su verdadero Yo.
Más allá de las percepciones, las ideas, los sentimientos.
Un centro silencioso, que siempre había estado ahí… esperando ser escuchado.
Desde aquella mañana soleada, habían pasado ya muchos años —como un río que se desliza suavemente, serpenteando su cauce hasta llegar al océano.
Ahora, entrado en los cuarenta, había aprendido a construir vínculos, a sembrar afectos. Tuvo la bendición de formar una familia, de ver crecer la vida en otros ojos.
Y ahí estaba, otra vez sentado en un bus, en una mañana diáfana, de cielo azul intenso y sol cálido. Observaba la ciudad, que parecía ahora perseguir al bus.
Desde el reproductor de su móvil sonaba “Si nos dejan”, esta vez en la voz profunda de Antonio Aguilar.
Su alma latía serenamente. Su mente —como una cascada de agua cristalina— dejaba caer pensamientos y sentimientos. Su cerebro, con la experiencia ganada, procesaba todo lo que sus sentidos captaban, con mayor claridad.
Ahora distinguía entre lo objetivo y lo subjetivo; entre los sentimientos genuinos nacidos de una emoción verdadera, y aquellas emociones disfrazadas de sentimientos.
Sabía reconocer cuándo un razonamiento era fruto de la lógica, y cuándo provenía de ideas concebidas desde ideologías o dogmas heredados.
Miró a través del cristal de la ventana, hacia el horizonte lejano. El sol lo vestía de pasteles y dorados suaves. Así, como el cielo, estaba su alma: despejada, serena.
Aún le quedaba al río mucho cauce por recorrer… pero las piedras, han quedado en el fondo.
Autor: Franklin Aranguren.

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