Avanza por la acera. Su mente rebosa de pensamientos, como bandadas de aves alzando el vuelo.
La mañana trae un aire fresco y aromas dispersos: olor a ciudad, a los árboles que bordean la vía, a las rosas que algunas mujeres despiden al pasar. Al cruzar frente a una cafetería, el aroma a café y pan tostado lo envuelve.
Una reflexión —más cercana a una meditación— lo extrae por un instante del mundo circundante.
La vanidad se le presenta como un pozo cenagoso que atrapa a quien cae, y del cual pocos logran salir. También la ve como un espejismo en el desierto: quien la divisa, desesperado, corre a alcanzarla… sin saber que es inalcanzable.
Personas pasan a su lado, algunas con pasos apresurados, como si un jinete invisible las fustigara.
Nota entonces el movimiento de las ramas, de las hojas. Imagina una mano invisible —la brisa— que acaricia y transmite la dulzura y benevolencia del Creador.
Observa la ciudad: la arquitectura de sus edificios, el delineado de sus calles.
Los edificios que bordean la avenida le parecen testigos silenciosos, guardianes de secretos.
Penas, amores, ilusiones… todo queda impreso en sus muros como pinturas abstractas de Picasso: fragmentadas, intensas, caóticas… profundamente humanas.
Vuelve la mirada hacia su interior. Remembranzas de la infancia se proyectan como escenas de una vieja cinta cinematográfica:
El hogar lejano, en otro tiempo.
La abuela en la cocina preparando café.
El sofá de la sala.
La habitación con la cama dúplex que compartía con su hermano…
Se siente como un fantasma recorriendo lo que una vez fue suyo.
Una mirada, de ojos negros y destellos fulgurantes —como estrellas titilando— lo saca del ensueño.
Ella, con el cabello ondeando al viento y un porte de amazona, le recuerda que sus pies están sobre la tierra… o al menos, sobre el hormigón.
Es extraño —piensa—: ¿cómo pueden caber tantas vidas dentro de una sola?
Quizá algunos crean que son apenas momentos, fases.
Pero desde su perspectiva, nunca se es la misma persona.
Ni en el pensar, ni en el sentir, ni en la manera de comprender.
Porque a medida que alguien cambia —física, emocional o culturalmente— también se transforma.
Claro, algo permanece. Como un cometa deja en su estela destellos de lo que fue.
O como las huellas dactilares: únicas, inalterables… mientras la faz envejece, cambia, y con ella, todo lo que creíamos ser.
Sigue avanzando. A veces se detiene frente a una vitrina, no por interés, sino por curiosidad: para observar la disposición de los objetos o las prendas.
De pronto —sin saber si brota de la mente o del alma— resuena una melodía: Cóncavo y convexo.
“Qué bello tema”, piensa.
Reflexiona sobre cómo los opuestos se atraen, como imanes.
Se puede ver el mundo de forma distinta, y aun así, la atracción ser tan poderosa que permita construir algo que trascienda el tiempo.
Es como la gravedad: te mantiene en tierra, firme, pero al mismo tiempo impulsa a soñar, a desplegar alas… y surcar los cielos.
Al fijar la mirada con más detenimiento, comprende el origen de la melodía:
Una hermosa morena, de caminar ondulado, va delante de él. Reconoce esa forma de andar, aunque no sea la misma persona.
Fue en otra vida —la de los años mozos—.
No lográbamos ponernos de acuerdo: entre el blanco y el azul siempre discutíamos. Pero cuando estábamos juntos, el cielo se fundía entre ambos colores.
Me pregunto si aún recuerda aquella fusión en nuestros besos.
Si seguirá siendo tan extrovertida y apasionada, no solo al amar, también al opinar.
A veces creo que solo somos un eco de lo que fuimos.
Un viento ligero —con personalidad— surca entre los árboles y los transeúntes.
Le acaricia el rostro como un pañuelo impregnado de jazmín.
La mañana ha avanzado. Se acerca el mediodía.
El sol lo acompaña, como se acompañan un flautista y un tamborilero al interpretar los sones de un fandango.
El calor, cual actor entrando en escena, desarrolla su interpretación a cabalidad.
Se nota la fatiga en los rostros, y una cierta desesperación por llegar pronto a sus destino.
Llega a una esquina. Una pareja de ancianos —tal vez solo de cuerpos— espera para cruzar la calle. Los observa, y por sus expresiones corporales al hablarse, cree notar que son de carácter afable, que los años no han encallecido la sensibilidad de sus espíritus.
Avanzan para cruzar la calle, con paso lento pero seguro.
Ella apoya su mano en el antebrazo de él; al mismo tiempo, él posa su mano sobre la de ella.
¿Qué sería del ser humano si Dios no le hubiese dado el don del amor?
Ahora se mira a sí mismo mientras avanza; ya ha dejado a la pareja detrás de sí.
Cae en la cuenta de lo que es estar solo… y otra cosa muy distinta, ser un solitario.
Camina solo, pero le acompañan amores pasados que, aunque lejanos y esfumados, aún conservan sus aromas… como el del café recién colado.
Su mente, que no sabe estar quieta, le proyecta un pensamiento, como si se tratase de una revelación:
¿Y si, en realidad, todos somos parte de un cuerpo mayor? ¿Uno que respira, late y sueña con nosotros?
Sus pasos ya han devorado más de la mitad del trayecto.
En una estación del metro, las personas entran y salen como si, del interior de la tierra, brotaran suspiros…
Y luego, como si esta misma tierra tomara aire de nuevo, se preparara para construir —una vez más— aquello que ha de salir:
los sueños no logrados, aún en busca de forma.
Ya frente al portal, unos vecinos que salen lo saludan con cortesía, y él devuelve el saludo afablemente.
Admira, por breves segundos y casi de manera inconsciente, el enrejado del portón: una obra bellísima de herrería artística.
En su adolescencia aprendió ese arte y sabe la dedicación que requiere.
Ya en el piso, la familia lo esperaba, la alegría en sus rostros al verle llegar era palpable, listos para poner la mesa.
Un navío puede surcar mares embravecidos, ir de un océano a otro, pero ningún viaje es tan verdadero como el que termina en el calor del hogar.
Autor: Franklin Aranguren.

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