El horizonte, bañado de dorados con matices de naranja y pinceladas de rosa, se refleja como un contraste de fondo.
El alba, vestida de esperanza, avanza apresurada, como quien levanta el telón para dar inicio a un nuevo día.
Las aves la acompañan en concierto, con sus trinos y revoloteos.
Esto es el inicio de algo —aún no está definido—; es un comienzo, nada está escrito.
El único hecho real es que se trata de un nuevo día.
Un día que traerá consigo alegrías y tristezas, afanes y decisiones;
amores que nacen… y otros que llegan a su fin.
Nacimientos.
Y muerte.
En la estación del metro, la vida se desarrolla vertiginosa: pasos apurados, carreras cortas.
Es como una puesta en escena con distintos escenarios; grupos de personas ubicados en espacios definidos.
Nadie les indica dónde colocarse, y sin embargo, lo hacen, como si una directora invisible los hubiese guiado.
En cierto grupo formado, es como si el tema musical de fondo —acorde a su energía— fuese “Todos somos todos”, de Carlos Santana.
A unos metros de distancia, otro grupo parece envuelto por “Las cuatro estaciones”, de Vivaldi.
Casi en el centro del andén, el grupo ubicado allí parece moverse al ritmo suave, envolvente, de “Can’t Take My Eyes Off You”, de Frankie Valli.
Coreografía no dictada ni impuesta, espontánea, escrita por el ritmo de la vida.
Ya dentro del tren, entre pequeños empujones y apretaditos,
la vida se desplaza a la velocidad del metro.
Como un río que serpentea su curso,
transportando hojas caídas de los árboles,
así el metro lleva consigo sueños e ilusiones,
fantasías y aspiraciones…
ocultas en los corazones y en las mentes de los viajeros,
como lo están las piedras en el fondo de un río.
Desde la ventana del tren, luego de salir de uno de los túneles —como emergiendo de un largo sueño—
se divisa el horizonte.
Los colores pasteles y dorados del amanecer han cedido paso a un azul profundo, casi metálico,
que contrasta con la vegetación verde y el color ladrillo de las edificaciones.
Nuevamente se interna en las entrañas de la tierra.
Olores y fragancias se confunden dentro del vagón.
Hace parada en una estación y, al abrir sus puertas,
personas salen apresuradas como hormigas queriendo escapar de algún devorador.
Dentro del vagón, los espacios se hacen más amplios.
El metro continúa su avance, oculto de la vida que respira y se mueve sobre él.
Determinado —o indeterminado— número de personas compartieron un mismo espacio en un momento dado,
siendo participantes inconscientes de una escena,
coreografiados por las circunstancias de aquella mañana fortuita.
Y nunca sabrán —ni imaginarán—
si algo más los unió,
o los pudo haber unido alguna vez,
más allá de ese viaje anónimo que los llevó, por unos minutos, en la misma dirección.

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