Elevadas cumbres, vestidas de azul, como atalayas gigantes, custodian el horizonte. Detrás de ellas, tímidamente, el sol asoma a un nuevo día.
El bosque despierta perezosamente. Las penumbras ceden terreno ante la aurora, que, avasalladoramente, conquista los espacios: primero las altas copas de los árboles, luego, lentamente, se interna en la espesura del bosque.
Un aroma se levanta: olor a madera mezclado con flores silvestres se esparce por el aire. El sol hace acto de presencia, sin timidez, como señor absoluto de todo lo conquistado. Acepta la ofrenda que le ofrece el alba, y sus rayos penetran entre las copas de los árboles hasta tocar la tierra húmeda, cubierta de hojas caídas.
Juancho, el abejaruco, entona su canto en pleno vuelo, arengando a todos los habitantes del bosque:
—¡Despertad, despertad, perezosos y holgazanes!
Desde su “birr-birr-birr” parece escapar una risa picaresca.
En el interior de su madriguera, haciendo movimientos incesantes con su cabeza, Luna la ardilla, incrédula, olfatea el aire. Los aromas del bosque, transportados por la brisa mañanera, se confunden con el acre olor de los objetos que ha recolectado en sus recorridos.
Al oír la arenga de Juancho, frunce el ceño.
—¿Qué traerá de nuevo este día? —piensa dentro de sí.
Lolo, el zorro diligente, recorre los senderos en busca del sustento diario. Olfatea entre las hojas caídas. Una tropa de hormigas, en marcha disciplinada, se cruza en su camino; el olor que despiden le provoca comezón en la nariz. En ese instante, Juancho pasa en vuelo rasante sobre su cabeza entonando su pregón, espantando cualquier posible presa.
No muy lejos, Romualdo, el oso gruñón, rasca su espalda contra su árbol predilecto, que gentilmente le ofrece su corteza, como si una alianza de lazos invisibles los uniera. Las mariposas, seducidas por las flores, revolotean sobre ellas, y el zumbido de las abejas anuncia el inicio de su jornada.
Es una mañana serena. La vida en el bosque transcurre con un manto de paz, como arroyuelo de aguas cristalinas danzando entre piedras.
Los altos árboles —bibliotecarios de la historia del bosque, sabios en el lenguaje del viento— perciben un cambio.
El susurro del viento se transforma en murmullo, luego en rugido… algo se avecina.
En el suelo, las hojas secas pierden la humedad de la madrugada bajo los rayos del sol. Cada habitante está inmerso en sus propias necesidades, sin percatarse del mensaje que el viento trae consigo.
En lo alto, donde el azul del cielo contrasta con el verde de las hojas, habita Bruma, la legendaria y sabia lechuza.
Acostumbrada a los susurros de los árboles y conocedora del carácter del viento, abre lentamente sus ojos dorados.
Lo percibió en silencio. Sus plumas se erizan ante el rugido del viento.
El susurro de los árboles se convirtió en murmullo, en noticia desesperada, en alerta de que algo se avecina.
Bruma, conociendo los lenguajes del tiempo, buscó en su memoria. Y lo supo: un cambio se aproxima.
Y como en todo cambio, algo debe morir… para que algo pueda nacer.
Mientras, el bosque continúa ajeno, el tiempo avanza, como medido a través de un reloj de arena.
Romualdo avanza por un sendero. Sus pasos parecen torpes, pero al pisar lo hace con firmeza. Gruñe, como de costumbre; su olfato lo guía hasta donde está el panal. Las abejas lo perciben: su olor, el calor de su cuerpo.
Es la historia de cada mañana.
Oponiendo resistencia, aguijonean su dura piel. El, entre gruñido y gruñido, avanza con tenacidad, seducido por el aroma que presagia la dorada miel, cuyo sabor ya paladea en el aire.
Juancho, que se encuentra posado sobre una rama, a la espera de su oportunidad, se abalanza con precisión, atrapando con su pico largo a las abejas rezagadas, sin intención de dañar la colmena…
Luna, la ardilla incrédula, en su madriguera se ocupa de ordenar su despensa, contando las nueces recolectadas esta mañana y las que aún le quedan de ayer.
Lolo, tras una exitosa cacería, se ha cobijado bajo la sombra de un gran árbol, complacido de su destreza.
Bruma, inquieta, se pregunta:
—¿Cómo será lo que se avecina? ¿Cuándo? ¿De dónde vendrá? ¿Por qué y quién lo traerá?
Estando aún en estas cavilaciones, sus ojos escrutadores divisaron entre la espesura del bosque una figura.
Por su porte y su andar, Bruma lo reconoció de inmediato, su corazón dio un vuelco. Hacía tiempo que no lo veía.
—¿A qué ha regresado? —se preguntó—. ¿Acaso sabe lo que se avecina?
Con la elegancia de su especie, Esteban, el lobo, olfateó el aire y los aromas del bosque, como extrayendo de él los recuerdos de su infancia.
En un tiempo le habían llamado el lobo solitario, pero nada más lejos de la verdad.
Vivía en soledad, sí, pero en ningún sentido era solitario.
En vuelo vertiginoso, Bruma desciende desde las altas ramas. Recuerdos y anécdotas de tiempos pasados, se agolpan en su pecho, impulsando su corazón.
Esteban, que también la ha divisado, da ágiles saltos hasta alcanzar una gran roca. Allí, erguido con dignidad, emite un aullido prolongado, expresión pura de su regocijo: un canto de bienvenida, un saludo ancestral.
Aquel aullido resonó como eco profundo, expandiéndose hasta los límites del bosque.
Todos los habitantes —excepto Romualdo— jamás habían oído el aullido de un lobo.
Pero conocían la historia: la del lobo que había viajado más allá del bosque.
Romualdo, al escuchar aquel aullido, sonrió. Fue una certeza: era inconfundible. Evoco, en un instante, sus carreras, sus juegos, sus competencias para ver cuál de los dos era mejor nadador.
—Esteban… —salió de su hocico aquel nombre, acompañado de los recuerdos que traía consigo.
Juancho, que picoteaba la corteza de un árbol, se detuvo como fulminado por un rayo.
Instintivamente alzó el vuelo, llevando la noticia como versado pregonero:
—¡Ha regresado el lobo! ¡Hay un lobo en el bosque!
Luna, absorta en el inventario de su alacena, se irguió.
—Ya no podré recolectar nueces —pensó.
En ese instante, el pregón de Juancho llegó a sus oídos.
—Esto no puede ser bueno —se dijo.
Lolo, ante el resonar de aquel aullido, se posó sobre sus patas inmediatamente. un temor inédito le invadió. Tras examinar su entorno, buscó refugio en su guarida.
El bosque estremecido ante aquel aullido, cobijo de su impacto a ciertos habitantes: las hormigas, siguieron su organizada recolección; las mariposas, acompañadas del viento, inmersas en su “ballet floral”; las abejas, en su laboriosa dedicación en la restauración de la colmena. El aullido fue eco, perdido en el viento.
Una luz con matices dorados, que dejaba ver las partículas de polvo en el aire, dominaba un claro, entre árboles frondosos, en la rama de unos de ellos, a poca altura del suelo, Bruma posó sus garras. Esteban sobre la piedra, frente a ella, alzó una de sus patas delanteras en señal de saludo y con movimientos de su cola agitada al viento, dio un salto y alzándose sobre sus dos patas traseras, frotó su hocico contra el pecho de Bruma. Este era su antiguo saludo, desde chicos hasta su juventud.
—No has cambiado— le dijo Bruma—. Un poco más viejo, quizás— añadió en son de broma.
—Tu si has cambiado— le expresó Esteban—. Tienes la apariencia y majestad que otorga la experiencia.
Ambos rieron…
—No esperaba que regresaras— comentó Bruma—. Con la secreta intención de indagar el ¿Por qué? Del regreso.
Ambos se miraron fijamente…
Un gruñido se dejó escuchar, Romualdo, erguido y con los brazos extendidos, se acercaba.
—Es que mis amigos, no saben aguardar por mi a la hora de charlar—dijo.
Esteban, le miró y Bruma extendió sus alas, como pretendiendo abrazarlos a ambos.
Los árboles, complacidos de aquella escena, cargados de emoción, aplaudieron el reencuentro de los tres viejos amigos, con sutiles movimientos de sus hojas.
Esteban, exclamó.—¡Viejo gruñón, ven acá!—y se abalanzó sobre él.
Los tres rieron y charlaron, rememorando épocas pasadas. Donde las penas no pesaban y las ilusiones eran ligeras.
Desde una rama alta de un árbol, Juancho, los observaba…sin entender claramente todo aquello.
Se hizo una pausa entre los amigos, Bruma, con mirada inquisidora, interrogó a Esteban.
Luego le preguntó:
—¿Qué sabes?.
Esteban:
contestó—Más allá del bosque existían praderas de verdes pastos, bosques de altos árboles, donde todos los animales vivían libres y sin temor. Hoy día son zonas de cultivo…
—¿Zonas de cultivo?—interrumpió Romualdo—¿¡Qué es eso!?.
Esteban, mirándolo fijamente, le dijo:
—Es el progreso del hombre… el avance de la civilización, se dirige hacia este bosque, con sus máquinas que rugen y escupen humo. Todo queda destruido a su paso… Lo he visto, amigos míos. Es aterrador—agregó, bajando la mirada al suelo.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Bruma—. Tú, que lo has visto con tus propios ojos… que conoces ese mundo, ¿qué solución propones?
—No voy a abandonar mi hogar —dijo Romualdo con firmeza—. Este bosque es mi vida.
Juancho, grito desde lo alto:
—¿Qué pasará con los árboles? ¿Cómo viviré sin ellos?.
El tiempo pareció quedar suspendido. Un silencio envolvió aquel claro del bosque, el viento detuvo su marcha agitada. Los tres se miraron y supieron, con certeza, que no había vuelta atrás.
Entonces Bruma, con la decisión que siempre la ha caracterizado, levantó su ala y dijo:
—Convoquemos un consejo. Alertemos a todos los animales.
Juancho, el abejaruco, sin esperar la orden de Bruma, alzó el vuelo. Y desde lo alto, lanzó su pregón:
—¡Se convoca, con urgencia, a un consejo! ¡A todos los animales del bosque!
Se fueron acercando, algunos con recelo, ante la presencia del desconocido. Pero al ser Bruma la que hacía la convocatoria, no había nada que decir; su reputación y autoridad no eran cuestionables.
El sol dominaba desde su punto más alto, cayendo perpendicularmente sobre el claro. El viento en un acto de generosidad, soplaba con una brisa fresca, llevando consigo los aromas de las flores, como queriendo aliviar la tensión de los concurrentes a aquella asamblea.
Esteban se posó sobre la peña, sabiendo que su voz sería crucial para el porvenir del bosque.
Bruma regresó a la misma rama en la que había estado momentos antes, desde donde dominaba el claro y habría de dirigir la asamblea.
Romualdo permaneció junto a aquel árbol, erguido sobre sus dos patas traseras, observando en silencio la llegada de los concurrentes.
Lolo se posicionó entre las sombras que le ofrecían los árboles, en los límites del claro.
Una bandada de cuervos tomó su lugar entre las ramas, con su algarabía habitual.
Juancho, en cambio, se posó con la suavidad de un copo de algodón sobre la rama de un árbol cercano a Esteban, en un silencio casi reverencial.
Un tronco, en los bordes del claro, fue el lugar que Luna escogió para presenciar la asamblea. No podía evitar dirigir la mirada hacia la peña, donde se encontraba Esteban.
El claro, estaba colmado.
Conejos, ciervos, ardillas, mapaches…todos comentaban, tratando de adivinar el motivo de aquella convocatoria, dirigiendo de vez en cuando miradas furtivas hacia la gran peña.
Bruma, alzó un ala, en señal de atención, Romualdo, vigilante al momento, emitió un gran gruñido y toda la concurrencia hizo silencio. El viento dejó de soplar y las hojas de los árboles cesaron su movimiento instantáneamente.
Amigos del bosque:
—Hoy les hablo con tristeza en mi corazón. Los árboles, que nos han cobijado desde que poseemos memoria, y el viento, que ha cargado con nuestras penas y alegrías, me han susurrado un mensaje que no podemos ignorar.
—Se aproxima un tiempo de cambio. Nuestro amado bosque dejará de ser lo que hasta ahora ha sido.
Murmullos y voces de exclamación se oyeron por todo el claro. Los árboles, desde sus hojas hasta sus ramas, y el viento —espectador invisible—, también permanecieron en silencio.
—Amigos… —dijo Bruma, segura de que todos comprenderían a través del símil—. Cuando observamos el cielo, vemos cómo las nubes van cambiando, y cómo, de un instante a otro, se tornan oscuras, presagiando la tormenta.
Luna, desde el tronco donde se encontraba sentada, dijo:
—¿Y mis enseres? ¿Y todas mis cosas? ¿Qué voy a hacer con ellas?
Y luego, como reflexionando:
—Mi madriguera es muy segura… no tengo nada que temer.
Juancho, mirando de soslayo a Esteban, preguntó:
—¿Los árboles permanecerán con nosotros?
Lolo, alzando la voz, dijo:
—Ahora dinos, Bruma, ¿qué podemos hacer? ¿En qué, y a quiénes, afecta este cambio?
Soy hábil cazador y puedo recorrer todo el bosque en busca de mi sustento —afirmó.
Romualdo, que hasta ese momento no había emitido ni un gruñido, dijo:
—Nací y he vivido toda mi vida en este bosque. Lo defenderé con mis garras ante cualquier tormenta —sentenció.
Bruma, dirigió su mirada, hacia la peña…
Así comienza la historia de un bosque que enfrenta la adversidad,
donde cada uno de sus habitantes debe decidir entre lo personal y el bien común.
Esteban posó su mirada sobre toda la asamblea, y con una voz que denotaba la certeza y la autoridad de quien lleva el peso de muchas lunas en sus palabras, expresó:
—Nunca quise partir de mi amado bosque. Y hasta ahora, no había entendido por qué. Caminé sin rumbo, buscando algo… sin saber qué era. Vi bosques arrasados, praderas convertidas en campos de cultivo. Vi ciudades, donde los animales del bosque no son bienvenidos. Deambulé por el mundo, hasta que un día, el viento —mensajero de un árbol— trajo a mi olfato su aroma. Y ese mismo viento susurró a mis oídos la senda a seguir.
—Fui a dar a un gran valle, donde altas cumbres, vestidas de azul, parecían ser sus guardianes. En ese lugar… lo comprendí todo.
(Esteban hace una pausa. El silencio pareció envolver a todos los corazones, en un abrazo que traspasó todas las barreras físicas. Los árboles y el viento también se unieron en esta danza sentimental.)
Dirigió su mirada hacia Bruma y Romualdo. Con tono de secreta confesión, dijo:
—Era mi destino. Para eso salí del bosque… para que, llegado el momento, pudiera guiarlos hasta ese lugar.
Romualdo, quien nunca entendió el porqué de la partida de Esteban, después de aquella secreta confesión que solo él y Bruma comprendieron, no pudo evitar que una lágrima corriera por su mejilla, oculta entre su espeso pelaje.
Bruma, en apariencia serena, sentía en su interior el latido de su corazón, a la velocidad de un tren en marcha.
Prosiguió Esteban, con la voz templada por la experiencia:
—Lo que se avecina no es una tormenta pasajera, ni un ciclo de las estaciones.
Es más profundo… Es un cambio dictado por el paso del hombre.
Todos los animales se miraban entre sí, confusos, sin saber qué decir o qué pensar.
Y no era porque no tuvieran ideas propias.
El peso de los acontecimientos era simplemente demasiado grande.
Bruma, siempre atenta, y conociendo el alma de cada habitante del bosque, habló:
—Debemos migrar. Todos.
No se trata de huir… se trata de sobrevivir.
—En el valle del que habla Esteban, sembraremos un nuevo bosque, llevaremos las semillas de nuestros árboles, las de nuestros frutos…
y las de nuestra herencia, para las generaciones venideras.
Luego de un arduo viaje, a través de colinas y sierras escarpadas, el valle se abrió ante los ojos de los migrantes. Era una mañana clara, el sol comenzaba a calentar el aire. En los bordes de una colina que daba al valle, el bosque se estableció.
Así dio inicio un nuevo ciclo de vida y fecundación.
—¡birr, birr, birr! ¡Levantaos, perezosos y holgazanes! —se oyó cantar a Juancho,
alborozado, mientras planeaba sobre el nuevo aire.

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